miércoles, 27 de enero de 2010

Martina y los Elefantes

Con casi once años cumplidos a Martina le queda mucho de niña y sabe como extender el juego que juegan casi todas las mañanas. Todo consiste en no abrir los ojos aunque ya esté despierta, incluso si entre tanto vaivén Anita la saca de la colchoneta que les sirve de cama. Así Martina puede ser una niña blanca con el pelo rubio, que despierta en una cama grandota, en un cuarto y una casa igual de grandotes. Anita es su “nana” y pregunta que quiere de desayunar mientras le prepara el baño.

Los días que amanece más cansada son los mejores; basta quedarse así, enroscada, quietecita… un apretón de párpados obtiene un trozo más de fantasía y en una de ésas hasta puede sentir las burbujas del yacusi en los pies. Esos días puede elegir entre muchas cosas suculentas: hokeis, llogur, sangüish, uafles. Hoy se le antojan los uafles con fresas. Su boca chimuela no ha probado nunca esas cosas. Si sabe de ellas, de los yacusis y de las casas grandotas con niñas rubias, es gracias a las tardes en que ayuda a Rosa, la de la panadería “El Elefante,” a barrer o a acomodar el pan, mientras miran una telenovela tras otra.

La voz de Anita la saca del ensueño finalmente ¡Con qué tenacidad insiste para que siga la broma y no la deje fuera! Su compañera de juegos es una criatura de seis años, con el armazón enclenque y diminuto pero con la determinación que sólo da el haber pasado la primera infancia mendigando en la calle. Se empecina como un perrito y no suelta hasta que Martina ordena algo del menú. Porque esto del desayuno es la parte más seria del juego y hay que terminarlo antes de que la mamá de a devis se aparezca pegando de gritos, lo cual invariablemente ocurre demasiado pronto en el juego de las niñas.

La mamá de a devis, la Mamá de Verdad, es una buena persona. Pega de gritos y de golpes a la menor provocación, pero no es por maldad; es simple costumbre. Su madre, la madre de su madre y la madre de todas estas madres le transmitieron que la brecha generacional se hace más delgada a punta de madrazos. Ella solamente aplica lo aprendido.

Lo único malo es que la Mamá de Verdad no era la mamá de Martina. Muchas transacciones fallidas ligaron sus destinos mucho antes de nacer los gemelos. A los cuatro años, Martinita garantizaba sacar buena lana. Como hija de chemos casi se había criado por sí sola, hablaba bien y limosneaba mejor. Era simpática e invocaba la ternura de los automovilistas. Bien valía los doscientos cincuenta pesos diarios que costaba rentarla como “hija” de las siete de la mañana a las nueve de la noche, con la única condición de no regresarla con hambre. Los chemos, si es que estaban para recibirla, nunca tenían nada para darle.

A Martina le caía bien la Mamá de Verdad. Era más buena onda que sus jefes, no la maltrataba mucho y casi siempre le daba de comer dos veces. No entendía de calendarios pero su estómago sabía si era martes ó jueves… Esos días chambeaban juntas.

Una noche de jueves les había ido mejor que nunca y ya estaban de vuelta en el cuartucho donde medio vivía. Tocaron en la puerta de lámina por mucho rato. Y tocaron al otro día. Y al otro. Y una semana, un mes después. Nunca les abrieron. Algunas decisiones son más fáciles que otras; quinientos y hasta seiscientos pesos diarios y libres que significaba Martinita, eran razón suficiente para quedarse la una con la otra. Ese acuerdo tácito les funcionó y les siguió funcionando, aún cuando la Mamá de Verdad encontró con quien arrejuntarse en las casitas de cartón. Casi de inmediato tuvo a los gemelos y se convirtieron en familia sin mayores trámites. Cuando se vive en y de la calle hay que arreglárselas con lo que a uno le toca y ya. Y lo que toca esta mañana es dejarse de tarugadas – al menos así se los recuerda a las niñas la Mamá de Verdad entre zapes y majaderías –. Hay que apurarse para ir al crucero, si quieren jugar, que lo hagan para ganarse la comida, vestidas de payasitas, con sus pompas gigantes.

Hoy Martina no siente tristeza por el final del juego, tiene mucho interés en llegar a su esquina en Aragón, hace dos meses que no trabajan ahí. Al otro lado de la calle, el incendio comenzó en una de las bodegas como a las siete de la mañana y para las cuatro de la tarde de tres fábricas sólo quedaban humeantes escombros y enormes charcos de agua. El recuento de los daños tendría que incluir a tres payasitas que no se movieron de su lugar aunque no había a quien sacarle una moneda. Ya casi se iban cuando los polis comenzaron a hacer muchas preguntas. Las hijas de la calle saben que el contacto con la autoridad implica los más variados riesgos y por eso se fueron con su cirquito a otra parte.

Lo malo era que los “cuidadores” de los buenos vecindarios –la versión pobre de la mafia–, cobraban mucho y todas sus esquinas chidas ya estaban ocupadas. Intentaron sin suerte en muchos lados, hasta que un día, la Mamá de Verdad se puso a espiar el viejo crucero y al no ver a nadie en él por una semana, buscó al cuidador para negociar cómo recuperarlo.

Martina quiere volver y esa emoción disimula el hambre. Y eso que aún no sabe que al llegar al crucero le aguardan dos sorpresas. La primera es que la Mamá de Verdad no va a trabajar con ellas. Al no tener dinero para recuperar su sitio, hizo otros arreglos con el cuidador y tiene que ir a pagar. Al verla irse, Martina se siente importante y madura, a cargo de conseguir dinero y de cuidar el crucero. La segunda sorpresa va a entorpecer ambos objetivos.

Mientras maquilla a su Patiño, se da cuenta que donde habían estado las fábricas ahora hay un lote baldío, un terreno de arenas marrón y amarillas que asemeja un pequeño desierto. Ni Martina ni Anita saben nada del desierto y mucho menos de los beduinos y sus tiendas, por eso cuando exploran ese nuevo territorio, no pueden nombrar lo que parece una sábana azul, con picos en varias puntas. Con el corazón latiéndole muy aprisa Martina jala a Anita, olvidando por completo el deber de conseguir el sustento y la madurez que sintió apenas un momento antes. Con lo que les queda de infancia, envueltas en una nube de tierra corren las dos pequeñas figuras hacía la sábana gigante ¿Qué aparición es esa que sale de la tierra? ¿Qué es aquello tan grande y hermoso, como la casa de sus fantasías?

¡Qué ironía que las pequeñas clowns habiendo comido de este arte toda su corta vida, jamás hubieran visto un circo! La polvareda las provee de camuflaje y nadie repara en ellas mientras exploran la pista, la red de seguridad, las gradas. Martina no se da cuenta cuando se separan. Busca en vano a Anita por todas partes. Atrás del último remolque hay otra casa de sábana, más pequeña que la otra. Ese es un lugar donde Anita se escondería, seguro. Cuando levanta la cortina que sirve de puerta, la niña ahoga un grito.

Uno, dos, tres… ¡son cinco! Negrísimos ojos la miran por entre los barrotes, la piel arrugada, la trompa larga. A esos si que los puede nombrar la niña: Son elefantes, como él de la panadería. Pero no se ven como el de la foto. Estos se ven tristes y apretados, la jaula les queda pequeña. Están más sucios que ella y sin saber porqué Martina siente algo en el pecho que le comienza a mojar los ojos. Se habría largado a llorar si no fuera porque el grito agudo de Anita detrás de ella asusta a los paquidermos, haciendo que barriten muy fuerte, alertando a los de afuera.

Se oyen voces que se acercan, Martina jala Anita para correr de nuevo entre la nube de tierra, de regreso al crucero. ¡Diosito que no nos agarren los que encerraron a los elefantes y que no haya vuelto mi mamá todavía! Diosito la habrá escuchado porque ninguna de las dos cosas sucede. Las niñas llegan al crucero, se limpian como pueden, se maquillan y trabajan sin ponerse de acuerdo. Para Anita los elefantes son monstruos. Martina no sabe que pensar. Queda sobreentendido no hablar con nadie de los paquidermos. Cuando llega la Mamá de Verdad no han sacado mucho, pero a ella no parece importarle. Tampoco a ellas.

Por la tarde, mientras barre la panadería, Martina mira la foto de “El Elefante” y no le interesan las telenovelas. Tiene que esperar a un comercial para preguntar a Rosa acerca de la sábana gigante. La encargada explica que eso es un circo y habla de los trapecistas, de los malabaristas, de los payasos, de la gente que paga para verlos. La niña apunta que los payasos son como ella. Rosa asiente pero aclara que ellos viven y viajan con el circo por todo el mundo. Martina se pregunta para sus adentros si los payasos también viajarán en jaulas.

Al otro día despierta sin la vocecita de Anita jugando a ser su nana. Su hermana amanece con mucha fiebre y como los demás tienen que salir a conseguir la papa, la dejan para atenderla. Martina ha soñado con elefantes y payasitas haciendo malabares en las esquinas. Por eso en cuanto Anita se queda dormida, la asalta un deseo incontrolable. Después de dejar un vaso con agua y un pan junto a la colchoneta, se convence a si misma que no va a tardarse y cuidando que no la vean los vecinos de las casas de cartón se escapa otra vez al circo. Tal como el día anterior, nadie advierte que Martina ha llegado a la tienda de los elefantes.

Diez pares de ojos se posan en ella en cuanto entra. Parecen reconocerla. Martina camina cautelosa sin acercarse demasiado a las jaulas ¡Qué poco sabe de los talentos de esos elefantes! Cuando pasa la tercera jaula se da cuenta que ésta es la más grande y al darle la espalda, una trompa sale y levanta a la niña del suelo. Otro grito ahogado, la niña no sabe gritar de otra manera. Suspendida en el aire se da cuenta que paquidermo la mete a la jaula, acercándola peligrosamente a su hocico. Martina aprieta mucho el estómago, las manos y los ojos. Vuelve a invocar a Dios y se prepara a ser devorada.

Pareciera que Dios sigue en sintonía porque no se la comen. El paquidermo la baja en el piso de la jaula, empujándola gentilmente contra su enorme pata. La niña trata de escapar. A punto de llegar a los barrotes la trompa la atrapa de nuevo y repite el ejercicio. Entonces lo entiende ¡Quiere que lo abrace! Aún con miedo hace lo que cree que el paquidermo le pide. La trompa acaricia su cabeza, mientras dos elefantes barritan casi imperceptiblemente en sus jaulas. Aferrada a la pata del elefante Martina rompe en un llanto tan ahogado como sus gritos.

De una jaula a otra pasa toda la mañana. Si estuviera aquí Anita dejaría de llamarlos monstruos les dice Martina a los elefantes y mientras vuela en otra trompa se preocupa; repara en que tal vez su hermana la necesita y ella jugando como si nada. Cual si le leyera la mente, el último elefante la deposita en el suelo fuera de la jaula. Martina no sabe como despedirse pero sonríe al partir.

Protegida por quién sabe qué fuerzas, nadie ha notado su presencia en el circo ni su ausencia en casa. Encuentra intactos a Anita, el agua y el pan. Martina la despierta y le cuenta emocionada lo que ha pasado, pero en su delirio, la otra niña no parece escucharla.

A la mañana siguiente se repite la situación de quedarse a cuidar a Anita y Martina no ve ningún obstáculo para repetir la aventura. ¡Pero vaya que los hay! Hoy es diferente, hay mucho movimiento, gente yendo y viniendo, entorpeciendo el acceso a la tienda de los elefantes. Tiene que esperar mucho rato por una oportunidad para escabullirse y cuando lo logra por fin, los paquidermos la saludan agitando sus trompas. Hay grandes botes de agua frente a las jaulas y los gigantes se divierten mojando a Martina, que ríe como nunca antes había reído. Tanto barullo llama la atención de los cirqueros. El elefante de la tercera jaula esconde a la niña detrás de sus patas justo antes de que la descubran.

En cuanto puede Martina se desliza por debajo de la tienda para escapar, pero se queda atrás de un remolque observando. Ve que entra más gente cargando cortinas, tapetes y hermosos plumajes. Rosa le había contado que en las funciones, los cirqueros se visten de manera especial; entonces deduce que los elefantes también tienen que hacerlo. Hoy es día de función. El mundo está lleno de cuidadores. Y una siempre tiene que dar algo a cambio de sus cuidados, piensa Martina, recordando a la Mamá de Verdad.

En cuanto se va la gente Martina se escabulle de nuevo a la tienda. De verdad que se ven muy bonitos, les dice acariciándolos uno por uno mientras les habla. Muy bonitos si, pero los siente diferentes, nerviosos. Algo no anda bien. Por eso vuelve corriendo a casa justo antes que la lleguen todos, para mentir diciendo que se va a la panadería y volver cuanto antes al circo.

Esta vez es todavía más difícil, hay mucha gente y frente a la tienda de los elefantes hay dos personas que no había visto antes. La carpa también está rodeada, no hay modo de entrar. Y entonces ve a sus colegas, los payasos, empujando un carro de colores. Detrás del éste se oculta y corre con ellos. Ya está dentro del circo. En otro momento el interior de la carpa la hubiera dejado absorta, pero sabe que no deben verla y se esconde bajo las gradas, desde donde mira todo lo que pasa. Así conoce a los malabaristas y trapecistas de los que le habló Rosa. Se da cuenta de que estos payasos hacen cosas que ella jamás podría hacer en el crucero y boquiabierta descubre otras maravillas como los tragafuegos y los magos.

Todo esto casi la hace olvidar porqué está ahí. La entrada de los elefantes, le recuerda que es a ellos a quien vino a ver. Montados en cada uno, hay cinco mujeres con trajes y plumas que hacen juego con lo que ellos usan. Un hombre al centro hace indicaciones con una vara negra y comienzan a danzar alrededor de la pista, deteniéndose y haciendo círculos sobre si mismos. Martina sonríe y aplaude junto a los otros niños del público. Le parece muy lindo que los elefantes, como los payasos, vivan de jugar aquí y no en la calle como ella.

Las mujeres desmontan y traen cinco enormes taburetes para que los elefantes se sienten sobre sus patas traseras, con las delanteras levantadas como saludo. El público aplaude jubiloso nuevamente pero Martina advierte que el más pequeño se niega a subir. El hombre al centro levanta la negra vara, que a un movimiento de su mano se transforma en una cosa horrible, parecida al cinturón que usa la Mamá de Verdad cuando los madrazos ya no le alcanzan. Martina mira con horror como el hombre golpea al elefantito una, dos, tres veces. El pequeño barrita con dolor pero continúa negándose. Más golpes. El elefante busca a la niña con la mirada, barrita una vez más y por fin sucumbe. Más aplausos. Martina no comprende ¿Qué sólo ella ve las lágrimas en los ojos de sus amigos?

¡Nos están engañando a todos, esto no es una danza ni ningún juego! Martina siente una rabia que a pesar de lo dura que ha sido su vida, jamás había experimentado. Ya era bastante con verlos en las jaulas, con saberlos encadenados, presos como ella, en una realidad que ninguno había escogido. Se queda ciega, una oscuridad la invade mientras por fin logra gritar tan fuerte que parece que se le rompiera la garganta. Y corre, corre muy rápido mientras grita, hasta llegar la pista. Los elefantes también gritan y corren con ella. Todos gritan y corren dentro del circo. El hombre del centro levanta su vara sólo para ser aplastado por el elefante de la tercera jaula. La trompa del más pequeño se aferra a Martina mientras corren sobre el desierto de arenas marrón y amarrillas, levantando una polvareda que no permite ver nada. Se escuchan sirenas y tiros. Después sólo silencio.

Los de la ciudad de cartón buscan a Martina antes de que llegue la policía. Con sus propias manos escarban el terreno, hurgan en las dunas del improvisado desierto, levantan los escombros buscando el cadáver de la niña. Todos menos Anita que en sueños febriles ha escuchado que los elefantes no son monstruos y juegan con las niñas. Ella sabe que Martina está a salvo.

De los cinco elefantes sólo recapturaron a dos. Los otros tres nunca aparecieron. Durante muchos días los noticieros le dan cobertura al “Milagro de los Elefantes” ¿Cómo podían haber desaparecido tres animales tan grandes sin dejar huella? Nadie podría haberlos escondido. La presión mediática iniciada en las redes sociales induce un edicto presidencial en el cual se prohíbe a los circos del país tener elefantes entre sus atracciones. En la Internet comienzan a aparecer las más diversas leyendas, pero ninguna menciona a una niña morena y flacucha en la trompa de un elefante.

A Anita le gusta subirse en su mamá porque desde ahí alcanza a ver el terreno por sobre la barda que construyeron después de la estampida. Ahora ya no hay circo ni desierto, están construyendo unos multifamiliares. Mientras balancea su cuerpo sobre los hombros de su madre y las tres pelotas en el aire, se pregunta si ya se habrá levantado la nana que se ocupa de despertar a una Martina blanca y rubia con un desayuno de verdad, en una cama grandota, en una casa gigante a dónde seguro se la han llevado los elefantes.


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3 comentarios:

  1. Hola Mariel:
    Me ha gustado y al mismo tiempo me ha dolido mucho tu cuento que no es del todo cuento. A tus lectores ajenos a la problemática de vivir en y de la calle (porque cierran los ojos o realmente despiertan como Martinas blancas con un desayuno de verdad) no les quedará de otra que reflexionar en relación con un problema gigante que es el de la falta de justicia social y, por lo menos, ver a esos payasitos de la calle con otros ojos y no con el del desprecio.
    Recibe un abrazo y mi admiración.
    Ma. Eugenia Mendoza

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  2. ¡Ups!
    Errata.
    Dice: ...con otros ojos y no con el del desprecio.
    Debe decir: ...con otros y no con los del desprecio.

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  3. Hola Maria Eugenia:
    No caben todas mis gracias en este espacio por tus amables palabras.
    ¡Cuánto quisiera esta autora que este cuento fuera todo fantasía! Como los mundos de Tolkien y no sacados de una realidad que parece mejor ignorarla. Como dices, muchos cerramos los ojos o miramos con desprecio a esos niños que no escogieron esa forma de vida, que se acercan a las ventanas de nuestros automóviles SONRIENDO para pedirnos una moneda, así se estén asando en pleno mediodía bajo el disfraz de payasito.
    Si bien yo creo que darles dinero solo los mantiene en esa situación (mientras ganen dinero sus 'padres' los van a seguir mandando a trabajar), también creo que si todos aquellos que les dicen no -con su peor cara- a estos niños, aportaran ese mismo pesito que negaron a alguna de las muchas causas sociales para rescatar a los infantes en condición de calle, un día este cuento sería parte de la memoria de una historia que ya no se repetiría.
    Aprovecho para agradecerte de nuevo tus atenciones para con las Mujeres de Terracota en tu blog ALDEA DE LAS LETRAS.
    http://www.facebook.com/rosemaryespinosa?ref=nf#/pages/Mi-cuerpo-en-tus-manos-por-Rose-Mary-Espinosa/184455235821?ref=ts
    Un abrazo y mi admiración de vuelta.

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